. En
la literatura psicológica, las terapias cognitivas-conductuales (TCC) suelen
presentarse como intervenciones de alta eficacia, sustentadas por un amplio
cuerpo de estudios controlados. Sin embargo, esta imagen de éxito no
siempre se traduce de forma directa a la compleja e impredecible realidad
clínica, donde los síntomas, las historias de vida y las resistencias
de los pacientes no responden con la precisión esperada a los protocolos
estandarizados. Esta discrepancia puede tener efectos no solo en el vínculo
terapéutico, sino también en el propio terapeuta, quien, inmerso en un marco
teórico que promete resultados replicables, puede desarrollar reglas internas
de autoexigencia y perfeccionismo clínico. En este contexto, el terapeuta puede
volverse rígido, sobreidentificándose con su método y perdiendo sensibilidad
ante los relatos únicos y las necesidades cambiantes de sus pacientes. El
resultado es una clínica más autorreferente y narcisista, donde el foco se
desplaza del encuentro humano hacia la validación del modelo.
. Incluso
en enfoques contemporáneos como las llamadas terapias de tercera generación
—como la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT)— se han observado fenómenos
similares. Aunque la ACT promueve explícitamente la flexibilidad psicológica y
la apertura a la experiencia, también puede ser utilizada de manera
rígida y protocolizada por terapeutas que internalizan exigencias de desempeño
clínico o eficacia basada en manuales. Algunos estudios señalan que
terapeutas de ACT, especialmente en etapas formativas, tienden a aplicar las
metáforas y ejercicios como soluciones técnicas antes que como invitaciones
genuinas a una experiencia compartida (Vilardaga et al., 2009). Asimismo,
Luoma, Hayes y Walser (2007) destacan cómo la autoexigencia terapéutica,
alimentada por expectativas de eficacia inmediata, puede alejar al clínico de
una presencia auténtica en sesión, reforzando una relación con el
método más que con la persona. Frente a este riesgo, se ha
sugerido cultivar una práctica clínica más humilde, que
reconozca los límites del conocimiento técnico, abrace el fracaso
como parte del proceso y privilegie una escucha radical al mundo vivido del
paciente, más allá de lo que el modelo permite clasificar. Esta
actitud terapéutica, lejos de debilitar el proceso, permite una mayor
autenticidad y conexión clínica, favoreciendo el crecimiento de
ambos participantes del proceso (Wampold, 2015; Bohart &
Tallman, 2010; Hayes et al., 2019).
. Algo
similar ocurre con los llamados analistas de conducta y el uso del
análisis funcional de la conducta, que a menudo se presenta como una
herramienta de precisión para intervenir sobre relaciones funcionales entre
antecedentes, conductas y consecuencias. No obstante, en entornos
clínicos reales, no siempre es posible modificar de manera directa ni los
antecedentes ni los consecuentes relevantes, lo que reduce la aplicabilidad
operativa del modelo en su forma más técnica (Follette et al., 1996;
Dougher, 2000). Además, se ha observado que algunos profesionales, formados en
esquemas altamente sistematizados, tienden a usar el análisis funcional como
un mapa rígido que impone explicaciones antes que abrir caminos de
comprensión compartida. Esta tendencia puede llevar a una práctica
clínicamente estéril, más enfocada en el ajuste al modelo que en el contacto
genuino con la experiencia del consultante. Desde una perspectiva más
contextual, se ha propuesto que el análisis funcional no debe ser un
procedimiento cerrado, sino una herramienta viva y dinámica, informada por la
historia verbal y emocional del paciente en interacción con el entorno
terapéutico (Hayes & Follette, 1992). Cultivar esta flexibilidad
interpretativa exige del terapeuta una apertura constante a la incertidumbre,
así como la disposición a tolerar el no saber como parte esencial del proceso
clínico.
Referencias
Bohart,
A. C., & Tallman, K. (2010). Clients as active participants in
psychotherapy: The client as self-healer. American Psychological
Association.
Dougher,
M. J. (2000). Clinical behavior analysis: A commentary. The Behavior
Analyst, 23(2),
265–273. https://doi.org/10.1007/BF03392025
Hayes,
S. C., & Follette, W. C. (1992). Can functional analysis provide a
substitute for syndromal diagnosis? Behavioral Assessment, 14,
345–365.
Hayes,
S. C., Strosahl, K. D., & Wilson, K. G. (2019). Acceptance and
commitment therapy: The process and practice of mindful change (2nd
ed.). Guilford Press.
Follette,
W. C., Naugle, A. E., & Callaghan, G. M. (1996). A functional analysis of
clinical behavior. The Behavior Analyst, 19(2),
105–115. https://doi.org/10.1007/BF03393163
Luoma,
J. B., Hayes, S. C., & Walser, R. D. (2007). Learning acceptance
and commitment therapy: The essential guide to the process and practice of
mindful change. New Harbinger.
Vilardaga,
R., Hayes, S. C., Levin, M. E., & Muto, T. (2009). Creating a strategy for
progress: A contextual behavioral science approach. The Behavior
Analyst, 32(1), 105–133.
Wampold,
B. E. (2015). How important are the common factors in psychotherapy? An
update. World Psychiatry, 14(3),
270–277. https://doi.org/10.1002/wps.20238
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