miércoles, 9 de julio de 2025

CUANDO EL ÉXITO NO ES LO HABITUAL EN LA TAREA DEL TERAPEUTA Y GENERA EN REGLAS EN PRACTICANTES DE TCC, CONTEXTUALES Y ANALISTAS DE CONDUCTA (Ruiz, 2025)

 




. En la literatura psicológica, las terapias cognitivas-conductuales (TCC) suelen presentarse como intervenciones de alta eficacia, sustentadas por un amplio cuerpo de estudios controlados. Sin embargo, esta imagen de éxito no siempre se traduce de forma directa a la compleja e impredecible realidad clínica, donde los síntomas, las historias de vida y las resistencias de los pacientes no responden con la precisión esperada a los protocolos estandarizados. Esta discrepancia puede tener efectos no solo en el vínculo terapéutico, sino también en el propio terapeuta, quien, inmerso en un marco teórico que promete resultados replicables, puede desarrollar reglas internas de autoexigencia y perfeccionismo clínico. En este contexto, el terapeuta puede volverse rígido, sobreidentificándose con su método y perdiendo sensibilidad ante los relatos únicos y las necesidades cambiantes de sus pacientes. El resultado es una clínica más autorreferente y narcisista, donde el foco se desplaza del encuentro humano hacia la validación del modelo.

 

. Incluso en enfoques contemporáneos como las llamadas terapias de tercera generación —como la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT)— se han observado fenómenos similares. Aunque la ACT promueve explícitamente la flexibilidad psicológica y la apertura a la experiencia, también puede ser utilizada de manera rígida y protocolizada por terapeutas que internalizan exigencias de desempeño clínico o eficacia basada en manuales. Algunos estudios señalan que terapeutas de ACT, especialmente en etapas formativas, tienden a aplicar las metáforas y ejercicios como soluciones técnicas antes que como invitaciones genuinas a una experiencia compartida (Vilardaga et al., 2009). Asimismo, Luoma, Hayes y Walser (2007) destacan cómo la autoexigencia terapéutica, alimentada por expectativas de eficacia inmediata, puede alejar al clínico de una presencia auténtica en sesión, reforzando una relación con el método más que con la persona. Frente a este riesgo, se ha sugerido cultivar una práctica clínica más humilde, que reconozca los límites del conocimiento técnico, abrace el fracaso como parte del proceso y privilegie una escucha radical al mundo vivido del paciente, más allá de lo que el modelo permite clasificar. Esta actitud terapéutica, lejos de debilitar el proceso, permite una mayor autenticidad y conexión clínica, favoreciendo el crecimiento de ambos participantes del proceso (Wampold, 2015; Bohart & Tallman, 2010; Hayes et al., 2019).

 

. Algo similar ocurre con los llamados analistas de conducta y el uso del análisis funcional de la conducta, que a menudo se presenta como una herramienta de precisión para intervenir sobre relaciones funcionales entre antecedentes, conductas y consecuencias. No obstante, en entornos clínicos reales, no siempre es posible modificar de manera directa ni los antecedentes ni los consecuentes relevantes, lo que reduce la aplicabilidad operativa del modelo en su forma más técnica (Follette et al., 1996; Dougher, 2000). Además, se ha observado que algunos profesionales, formados en esquemas altamente sistematizados, tienden a usar el análisis funcional como un mapa rígido que impone explicaciones antes que abrir caminos de comprensión compartida. Esta tendencia puede llevar a una práctica clínicamente estéril, más enfocada en el ajuste al modelo que en el contacto genuino con la experiencia del consultante. Desde una perspectiva más contextual, se ha propuesto que el análisis funcional no debe ser un procedimiento cerrado, sino una herramienta viva y dinámica, informada por la historia verbal y emocional del paciente en interacción con el entorno terapéutico (Hayes & Follette, 1992). Cultivar esta flexibilidad interpretativa exige del terapeuta una apertura constante a la incertidumbre, así como la disposición a tolerar el no saber como parte esencial del proceso clínico.


Referencias

Bohart, A. C., & Tallman, K. (2010). Clients as active participants in psychotherapy: The client as self-healer. American Psychological Association.

Dougher, M. J. (2000). Clinical behavior analysis: A commentary. The Behavior Analyst23(2), 265–273. https://doi.org/10.1007/BF03392025

Hayes, S. C., & Follette, W. C. (1992). Can functional analysis provide a substitute for syndromal diagnosis? Behavioral Assessment14, 345–365.

Hayes, S. C., Strosahl, K. D., & Wilson, K. G. (2019). Acceptance and commitment therapy: The process and practice of mindful change (2nd ed.). Guilford Press.

Follette, W. C., Naugle, A. E., & Callaghan, G. M. (1996). A functional analysis of clinical behavior. The Behavior Analyst19(2), 105–115. https://doi.org/10.1007/BF03393163

Luoma, J. B., Hayes, S. C., & Walser, R. D. (2007). Learning acceptance and commitment therapy: The essential guide to the process and practice of mindful change. New Harbinger.

Vilardaga, R., Hayes, S. C., Levin, M. E., & Muto, T. (2009). Creating a strategy for progress: A contextual behavioral science approach. The Behavior Analyst, 32(1), 105–133.

Wampold, B. E. (2015). How important are the common factors in psychotherapy? An update. World Psychiatry, 14(3), 270–277. https://doi.org/10.1002/wps.20238

 

 

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